30/1/10

Las ventajas de una ciudad invisible





Decía Rainer María Rilke en una carta escrita el 29 de octubre de 1903 que los primeros días que uno esta en Roma -cuando no se conoce aún-, se siente una melancolía que abruma por ese ambiente de museo, exánime y triste, que aquí se respira. Por la profusión de glorias pasadas que se sacan a relucir y a duras penas se mantienen en pie, mientras de ellas se nutre un presente mezquino. Han pasado más de 100 años desde que Rilke escribiera aquello y, sin embargo, ese ambiente de museo, exánime y triste, parece haberse perpetuado hasta nuestros días.


Resulta, a veces, difícil encontrar lugares en Roma por los que pasear sin interponerse torpemente entre la cámara fotográfica de algún turista y la ruina o iglesia que trata de inmortalizar. Son miles los disparos fotográficos que diariamente se cruzan en el aire de esta ciudad eterna en una batalla invisible, pero agotadora, donde el único enemigo del turista parece ser el tiempo. Su afán por conseguir el mayor número posible de imágenes que den testimonio de su viaje provoca, a veces, una banalización del objeto retratado y lo convierte en un simple escenario; podría decirse, salvo en contadas excepciones, que el turista ya no busca vivir una experiencia sensorial con el lugar, sino tan solo conseguir una prueba o souvenir que así lo demuestre. Si para Rilke Roma era un museo, para la sociedad de consumo es, más bien, la tienda de souvenirs del museo; de un museo cuya existencia ya a casi nadie importa.

Si uno busca en la ciudad de Roma indicios de vida no turística, es decir, alguna señal que le lleve a pensar que sus calles y plazas también son recorridas por la gente del lugar, puede uno caer en el error de pensar que dichas señales podrían ser, por ejemplo, esas marcas para invidentes que a veces recorren el pavimento de algunas aceras romanas; como si dicha infraestructura para invidentes no pudiese ser utilizada por turistas, o lo que es lo mismo, como si viajar no fuese un placer para invidentes. Y es que resulta difícil imaginarse a un invidente disfrutando de un paseo agradable por cualquiera de los reclamos más turísticos de Roma. Uno cierra los ojos frente al Circo Máximo o el Palatino y es tal la contaminación acústica que produce el alocado tráfico, que bajar las escaleras hasta una silenciosa parada de metro puede convertirse en un alivio.

Cerrar los ojos cuando uno camina por la ciudad es una interesante manera de reconocer otros valores que los meramente visuales. Descubres olores y sonidos que antes permanecían ocultos, se revelan nuevas dimensiones y maneras de disfrutar y sentir la ciudad. Recientemente Alfonso Corominas ha publicado un libro titulado Viaje a la luz donde el escritor narra su experiencia en dos ciudades andaluzas: Granada y Córdoba. Lo excepcional del libro es que al autor es invidente. Corominas nos narra una ciudad del oído, del tacto y del olfato, y nos descubre la esencia y los tesoros de las dos ciudades andaluzas sin renunciar por ello a la belleza de la luz, porque ese resplandor de Andalucía vive en su cultura y sus costumbres.


Sería interesante leer la narración de un viaje de Corominas por la ciudad de Roma y compararla con cualquiera de las guías turísticas que venden en las agencias de viajes. ¿No parecería, sencillamente, otra ciudad?.

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