
En cambio, cuando uno se encuentra paseando por la ría con la placidez y el sosiego de un burgués del siglo XIX; o alza la mirada y observa el orden señorial de sus edificios, tiene la sensación de que aquella imagen caprichosa y delirante de los folletos poco tiene que ver con la seriedad y sobriedad de sus calles. Da la sensación de que mientras que la ciudad se mantiene inalterada, serena y calma, es aquel edificio de titanio recostado en la margen sur de la ría quien absorbe y sufre las consecuencias del paso del tiempo. Es él quien se retuerce, quiebra, muta y explota en mil esquirlas de luz y metal; como si del misterioso retrato de Dorian Gray (el hedonista personaje de la novela de Oscar Wilde) se tratase.
La única diferencia es que aquel retrato se encontraba escondido en el rincón más sombrío de una buhardilla, y éste, sin embargo, es la fachada misma con que Bilbao se muestra al mundo.
Fdo: Fatum
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