18/3/10

La invención de Caín

A aquellos que vivimos en ciudades donde la regla general por estas fechas es que el cielo azul y límpido esté únicamente maculado por un sol rotundo y cegador, los últimos desajustes climáticos que tantas nubes, lluvia, y frío intempestivos nos está dejando, inevitablemente nos obligan también a cambiar los hábitos y la manera en que solemos vivir la ciudad. Plazas inusitadamente vacías bajo una lluvia insidiosa, parques parcheados de charcos donde deberían retozar parejas hormonalmente alteradas, o demasiadas ventanas destellando la luz temblorosa y parpadeante de la televisión.

Este clima impostado y sus consecuencias en el hábito del ciudadano nos recuerdan y nos hacen comprender mejor la impresión que tuvo Félix de Azúa ciertas Navidades que viajó a Venecia y que pueden leerse en su libro La invención de Caín: “En estas últimas navidades, Venecia apareció insultantemente soleada. Lástima. Si uno elige diciembre para esa cita anual es porque prefiere la Venecia escondida tras girones de niebla, fría, gris, azotada por el soplo de los Dolomitas…”.

En este libro escrito en el año 1999, Félix de Azúa reúne la mayoría de sus escritos sobre ciudades y ciudadanos. Y lo que nos gusta de sus descripciones es que Azúa no entiende la ciudad como un objeto indisoluble de sus habitantes, sino más bien todo lo contrario. Así, por ejemplo, dice de Múnich que es Wagner, como Wagner es Múnich; ambos son lo contrario de lo que aparentan; ambos son ejercicios puros de ocultación, máscara y disimulo; ambos representan en grado superlativo los múltiples disfraces de la técnica y del nihilismo; el espectáculo y la escenografía de la nada.

A colación de esta manera antropológica de ver y sentir la ciudad nos gustaría transcribir aquí ciertas líneas escritas a raíz de un viaje personal que hicimos a México en el año 2007, donde puede intuirse, salvando las distancias, ese modo con que Azúa observa las ciudades:

“Pasear por ciertas calles del Distrito Federal de México es como atravesar un collage rizomático de estilos, cada paso descubre un nuevo tiempo, las calles se despliegan como un abanico de abanicos donde los grandes edificios y las pequeñas construcciones se suceden sin intención de unidad alguna. Y cuando pienso en ello, me gusta imaginar que dicha anarquía estilística no nace de una voluntad narcisista de afirmación dentro de una globalidad, o de un alarde de diferencia intencionada, sino más bien, que existe una conexión directa entre la personalidad de los habitantes del DF, y la idiosincrasia de sus edificios, como una traslación directa de la amabilidad de sus ciudadanos llevada a la fachada de sus construcciones. Así, cada edificio aporta su granito estético de arroz sin buscar nada a cambio, sin la necesidad siquiera de saber quién tiene a su lado, pasando del estilo colonial más anquilosado a la modernidad más atrevida, de un rascacielos de vidrio en miniatura a un Art Decó de cartón piedra”.

Nos gusta pensar que los habitantes construyen su ciudad, así como la ciudad construye a sus habitantes. Acaba de salir el sol y las adoquinadas calles brillan como la mejilla de un bebe después del llanto. Llega la primavera y nos preguntamos qué ciudad seremos hoy.

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